27.10.09

En movimiento

.
Ensimismado es el echarme cada vez en el asiento mirando volver la noche por encima del lago, pero el espejo del agua hoy está perdido en el reflejo
de aquellos meses en que (yo) era nuevo en el trayecto de mi casa
hacia la docta capital. Y todo este tiempo pude ver de cerca
cómo el espejo fue perdiéndose en su lento morir de sed
en su lento apagarse el fuego de la vida dentro suyo
en su lento agrandar las orillas hasta unirlas en un solo mar de barro.
Desde arriba, silenciosos testigos -los puntos luminosos de la gran oscuridad-
van siendo compañeros de un viaje siempre en movimiento
a estrellarse con la nada a millones de años luz
buscando una salida y el perdón, la cura necesaria,
queriendo redimirse del castigo sometido que abajo no se quiere ver. Y a veces,
detrás del lago, se desdibuja del contorno de las sierras, desde Carlos Paz
hasta el extremo vértice del Pan de Azúcar,
toda la rocosidad del Valle tendida a lo largo de sus vueltas
como un cuerpo animalado, formado por el humo de la historia universal.
Algunos van mirando las pantallas de sus teléfonos, pensando tal vez en la canción
que le va llegando de ahí a sus orejas. Otros hablan entre sí. Otros duermen.
Y nadie parece ver más que las luces de las casas
que pasan rasantes al costado de la ruta, como pequeñas ráfagas agudas e instantáneas
de cometas invisibles.
Tal vez deba quedarme dormido, pienso. Y me hundo en el paisaje y esa frase me rebota todo el tiempo
como el comienzo de algo que podría escribirse alguna vez
de manera épica
que invite a todo el mundo a sentarse en este mismo asiento
todas las noches de Córdoba, todas las noches del año, todas las noches de uno,
mientras en el océano del cielo las luces parecen estáticas.

.
.
.