7.4.09

Emboscada

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Antes de quedarme dormido pensé que lo mejor que tuvo el día fue colarme en el ensayo de los arriba de los árboles. Por la tarde, cuando tomé el colectivo para ir a la ciudad, no imaginé que al llegar al edificio de Diego, en el hall de entrada, iba a encontrarme con Enrique. Apenas me vio me tiró un abrazo y me dio un beso. Siempre afectuoso. Me dijo que también lo esperaba a Diego y nos quedamos charlando. Enrique es un tipo grande, profesor en la Facultad de Arquitectura, pero cada vez que hablamos estamos en la misma frecuencia. Debe ser porque tiene hijos de casi mi edad. Le conté que me mudé a las sierras porque deseaba tranquilidad y todo salió redondo cuando me designaron en los Tribunales de Cosquín. Después hablamos del verano y me comentó que terminó de construir la casa para su hija y se fue al mar. Me dijo que está trabajando mucho y por ahora no le queda tiempo para escribir.

Enrique es un gran poeta. Fuimos compañeros en un taller literario donde también conocí a Diego. Una de las primeras reuniones fuera de ahí me dijo algo que, visto desde hoy, fue un oráculo irrefutable: tu poesía está enraizada en lo telúrico, no está mal, pero acá te vas a endurecer. Esa noche no entendí de forma precisa lo que me había dicho, pero confié en que era un buen augurio.

Diego llegó y nos saludó con un beso. Estaba contento de vernos ahí esperándolo. Nos dijo que tuvo un día pesado en el trabajo, pero que no quedaba otra. Mientras subíamos por el ascensor se le escapó un bostezo involuntario. Entramos al departamento y le pedimos a Enrique que ponga la pava. Diego empezó a mostrarme en la computadora, la filmación de una amiga actriz que recita poesías. Ella me encantó de entrada. Le dije que si alguna vez hacemos un evento artístico la tenemos que invitar. Al rato empezaron a circular los mates y no pasaron ni veinte minutos cuando Diego cortó el hilo de la charla para decirnos que tenía que irse a las ocho. Resulta que la semana que viene tocamos en la presentación de un libro y hoy nos reunimos con la banda en una sala de ensayo, nos alcanzó a decir. Después nos preguntó si queríamos ir y no dudamos. A las ocho y pico ya estábamos escuchando las canciones que la banda reproducía en vivo y en directo, adentro de un cuartito acústicamente diseñado, en uno de los rincones del barrio Observatorio.

Diego es rock. Además de músico es poeta. Su poesía es rock. Y su misma música es poesía. Lo conocí una tarde de taller en que la consigna era escribir lo que quisiéramos acerca de animales. Al comenzar la clase, el profesor nos había leído dos o tres poemas y el fragmento de una novela, donde la trama giraba en torno a la fauna de una isla. Siempre nos leía algo y nos daba una pequeña charla introductoria antes de aclararnos la consigna y que nos lancemos a escribir. Era una de mis primeras clases. Diego ya era alumno viejo. Bah, era su quinto año ahí. De esa tarde creo que en algún cuaderno debe quedar el registro de meros intentos de mi parte. De hecho, no era nada contundente el poema que quise hacer.

Al terminar de escribir y después de que todos leyéramos nuestras producciones, llegó el turno de Diego. Había escrito tres hojas. Desde mi lugar en la sala le veía algunos versos tachados y palabras agregadas arriba de otras. Son una serie, dijo, se llaman Poemas Animales. Cuando escuché el primero, que hablaba de turistas parándose en la ruta para mirar a seis delfines en el mar, supe que no iba a pasar mucho tiempo hasta convertirnos en amigos.

En la sala de ensayo conocí a los nuevos integrantes de la banda. Leo es el batero y Gustavo el del bajo. Álvaro y Diego se encargan de la primera viola y la rítmica, respectivamente. Los chicos se apuraron en dejar a punto los instrumentos, porque sólo iban a estar ahí dos horas y el alquiler no era muy barato. Había que aprovechar al máximo el tiempo. Con Enrique nos sentamos en una esquina. Los arriba de los árboles terminaron de afinar, ecualizar y dejar parejo los niveles de ganancia entre los instrumentos y la voz. El batero sacó un par de baquetas nuevas y los demás le hicieron una seña de que podían comenzar. Entonces Leo hizo tres golpes medio pausados con los palos y se largó a pegarle a los parches, seguido por el bajo, y recién ahí rugieron las violas.

Ciegos, atrapados en la emboscada del rock, los arriba ejecutaban sus acordes en la noche fatal. Diego cantaba mirando para arriba, porque el micrófono estaba alto sobre su boca. Se escuchaba con claridad el subir de la tempestad en la trama de cada canción, como un líquido desenfrenado a punto de bullir en nosotros. Al tercer tema Enrique movía la cabeza como si hubiera sido poseído por Kurt Cobain y estuviera tocando Lithium. No sé cuántas veces pude antes sentirme así. Emocionante. Me paré en el medio de la sala y dejé que mi pecho retumbe y se quiera desprender, agrandarse y explotar.

Muchas cosas son rock. No sólo la música con guitarras distorsionadas y en delay. No sólo aquella vos que grita y ronquea, como puede, una estrofa medida. No toda puteada es rock. No el flequillo rollinga. No los rulos al viento, mechilargo. Tampoco la débil actitud incómoda frente a los mandatos de la vida. Escribir un verso sobre pajaritos que se re-bardean es rock. Llegar hecho mierda del laburo y salir a ensayar. Buscar soñando, de cualquier forma, que los sueños sean algo lúcido. Todo eso es rock. Y Diego y su banda es todo eso.

Tras el quinto tema hicieron una pausa, alguien fue a traer una cerveza y con Enrique empezamos a recuperarnos de la exaltación. Supimos que era un buen momento para despedirnos de la banda y nos subimos a un taxi. Me dejó a un par de cuadras, en la parada del colectivo. Pasadas las doce llegué a casa.

Ésta es una noche en que la luna le apunta a mi terraza y se queda mirándola fijo. Aunque antes de acostarme haya cerrado las persianas y mi habitación esté sumergida en la ceguera nocturna, sé que está ahí. Me quedó su imagen grabada. Y mi pulso está en paz. No es raro que, mientras sueño, siga pensando en lo que dice una canción de Diego: el ojo y la noche se miran sin ver.
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